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La estúpida nota debajo de la cama

  • Abner Vélez Ortiz
  • Apr 10, 2017
  • 5 min read

Esta es la primera entrega de textos breves de una serie que titulé "Cuentos estúpidos de amores estúpidos". Son historias de "amor" de cosas, acciones o hechos que hacemos cuando estamos enamorados y finalmente, todo se arruina. ¿Se te hace conocida la temática?

¡Disfrútala!

Abner Vélez Ortiz

Gracias Alejandra, tu estúpida historia inaugura estas historias estúpidas...


A veces no recuerdo su nombre, algunas otras su mirada aparece en los lugares más extraños mientras camino por las calles en las que soñé con él. A veces, y sólo a veces, recuerdo su voz, su aroma, sus labios. La piel se me pone china cuando recuerdo la única vez que hicimos el amor y sus manos recorrieron mi cuerpo desnudo, ardiente y hambriento de su amor... entonces recuerdo que lo odio.


Yo, una inocente... bueno, una universitaria como todos simplemente quería comerme el mundo. Él, otro (estúpido) universitario que también, a su modo, quería comerse el mundo. Dos galaxias distintas entre sí que chocaron con gran fuerza cuya explosión iluminó a todos los presentes del bar. No pude evitarlo, sus ojos y su impecable ropa blanca me hicieron caer rendida a sus pies, ¡a mi!, a la indomable, a la zorra del grupo.


Tras intercambiar miradas y sonrisas, mi mejor amigo tuvo el coraje que yo no para ir a pedirle su teléfono... aunque claro, era para él y no para mi. Sin embargo, se lo negó pero le dio una cerveza y en una servilleta anotó algo con lo que regresó a nuestra mesa. "Se llama Darío y dice que estás muy linda, dice que le llames", le arrebaté la cerveza de la mano a mi amigo y, victoriosa, alcé la chela y brindé por él, por mi, y por el infierno que se desataría después.


En la borrachera, posiblemente terminé usando la servilleta para limpiarme el sudor y después ya no ví a Darío. -¡Pendeja!-, me dije con todo el enojo del mundo y decidí dejarlo pasar, al fin y al cabo, no todo se puede tener en la vida.


Al cabo de seis meses, como era de esperarse en una ciudad tan caótica como CDMX, me quedé atrapada en medio de una multitud en una estación del Metro cuando... -¡hola!, ¿cómo estás?, ¿te acuerdas de mi?-, y caí rendida a su voz aún sin haber mirado su rostro. Hartos de esperar y del calor, caminamos por las calles de la ciudad y hablamos de todo y de nada. De la forma más estúpida posible me di cuenta que era el amor de mi vida, y sin embargo, sentirlo no era garantía de que algo sucedería.


Salimos un par de veces después de aquella vez. Simpre charlábamos de nuestras vidas, sueños, planes y del futuro. De alguna manera dejamos rastros luminosos en el camino de estas conversaciones para dejar ver al otro la guía adecuada para llegar a nuestros respectivos corazones... pero ninguno daba el paso final. Sólo éramos dos extraños que se gustaban y nada más.


Un buen día la oscuridad de la noche nos alcanzó, así como los litros de alcohol que bebimos de más e, inevitablemente, pasamos la noche juntos. Podía sentir cómo cada milímetro de mi cuerpo se erizaba en cada beso que recorría mi cuerpo. Su barba, finamente rasurada, tenía un suave olor a tabaco y alcohol que me hacía sentir deseada, amada. Y en silencio -o eso creo-, me limitaba a decirme a mi misma "Te amo"... ¡tan estúpida yo!


A la mañana siguiente, tan amigos como siempre... ¿o desconocidos? Por primera vez me sentí usada, ¡estúpidamente usada! El se levantó de la cama con la rapidez de un adolescente quinto como si alguien lo esperara en casa... ¿quién lo esperaba? Nadie. Miré cómo se vestía y traté de memorizar su estúpido y sensual cuerpo, algo tenía que quedarme porque, de sobra, sabía que ese hombre nunca iba a ser mío, ¡nunca más! Al despedirme de él sólo me limité a decir -adiós, ¡gran sexo, eh!-.


Pasaron los días, luego los meses y sí, los años. Los silencios cada vez fueron más prolongados hasta que su olor y el brillo de su mirada se convirtieron en recuerdos que habría que buscar con cuidado dentro de la memoria hasta que... -¿qué haces, guapa?- me mandó un mensaje en una tarde de octubre. -En casa, haciendo nada, ya sabes. ¿Y tú?- contesté, curiosa de lo que tenía que decir después de meses de no hablar. -Aquí, en el depa cerca de tú casa. Me bebo unas cañas con los amigos, ¿quieres venir?-, tardé más en contestar que en lo que me trasladé a su casa.


Llegué y tras unos minutos me llevó a su alcoba. Toda ella tenía ese peculiar aroma a él que me idiotizaba. Su cama, sin base, era grande, como él, y estar en ella me hacía sentirme victoriosa, como si se tratara de un premio que estaba a punto de recibir. Él se cambió ante mis ojos y su cuerpo, con unos kilos menos que la vez anterior, parecía igual, tan bello, tan dulce. Tras apagar la luz, entro en la cama e inevitablemente, como si fuera un imán, me pegué a él y sentí tranquilidad al sentir su cuerpo junto al mío. Ese calor humano, dulce, de esos que te hacen dormir a gusto. Me limité a besar su frente y a dormir mientras acariciaba suavemente su cuerpo.


El sol comenzaba a iluminar el cielo azul de la Ciudad de México y mi reloj biológico me hizo despertar. Él dormía como un niño a mi lado y aún con su cabello desmarañado, era dulce. Me di cuenta que a pesar de todo, seguía enamorada de él y que, de alguna manera, era el amor de mi vida, ¿o un amor platónico? Sonó el despertador y tras apagarlo, no pude resistirme, lo atraje a mi en un movimiento dulce y violento y lo besé. Lo besé como la primera vez, lo besé como si toda mi vida dependiera de sentir sus labios en mi boca una vez más. Como si el hálito fuera lo único que necesitaba para sobrevivir. Me fundí con él, me hice una... no hicimos el amor pero el beso era suficiente para ilusionarme y... en efecto, eso fue todo.


Él tenía que salir así que, tras un amanecer lleno de caricias y deseos, salió de la habitación para tomar una ducha y yo, en actitud de ama y señora de esa cama, testigo muda de lo que acababa de vivir, la tendí mientras escuchaba música. -En el fondo, lo único que quiero es verte amanecer-, cantaba Mark, en una de mis canciones favoritas de Dorian y así, el momento cumbre de esta estúpida historia de amor. Se me hizo fácil y escribí en una hoja de papel la misma frase, porque en realidad ese era mi único deseo. La puse debajo de la almohada y quedé con la esperanza de que el objeto de mis sueños la viera, la entendiera... o algo.


Sí, la vio. Sí, pasó de largo (aunque lo agradeció). Sí, fui una estúpida.


Luego, silencio... mensajes poco relevantes, cortantes, de esos que duelen y que sabes que el contexto es "no es lo que crees, no te quiero como tu me quieres a mi". Y tras unas borracheras y mensajes al calor del alcohol, lo entendí.


¿Me duele?, sí. No sé por qué siento esto por alguien que no me ama, pero lo siento. Aunque ahora sé que no volvería hacer nada que me haga vulnerable ante él, nada que devele una vez más mi corazón, que lo haga saber que lo amo. ¿Será mi miedo o será el suyo? Quizá estamos destinados a solo ser una loca y tonta historia de amor... ¿o será solo la mía? Honestamente, quiero odiarlo, quiero que le pasé un camión encima, que se le caiga el cabello, que lastimen su corazón tanto que sienta que va a morir... o que le corten el pene. Pero no se odia a quien se ama... o al menos a quien se quiere.


Creo que ya no lo amo... y no me arrepiento. No me vuelven a ver la cara de estúpida ni vuelvo a ser la estúpida de nadie.


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PAbner Vélez Ortiz Periodista / Twitter: @AbVelez_ / © Coach Communication.  Gracias a Wix.com

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